Chernóbil, Cuba
Cuentan que cuando el Che fue Ministro de Industria, desesperado por poner de pie a Cuba, fue por el mundo –el mundo posible de ser recorrido por el ministro de un país que acababa de hacer una revolución, es decir el bloque de países socialistas- buscando las herramientas para producir lo que antes se importaba. Encontró conocimientos, ideas, objetos, materiales y problemas. En ese trabajo enorme y magnífico, el de suplir con voluntad y disciplina todo lo que faltaba, cometió un error que se convirtió en la comidilla de la derecha. Aún hoy se proclama para mostrar la ineficacia del Che. Se trajo de Checoslovaquia, por un mal entendido con el idioma, palas de juntar nieve. En el país del sol, del calor, la postal perfecta del Caribe, una larga fila de palas de nieve recién sacadas de un buque de carga checo. En su sempiterna capacidad de hacer del defecto virtud, el Che las convirtió en palas de juntar basura, pero el equívoco quedó ahí flotando para que los rescaten revolucionarios y se diviertan, o para que lo pongan sobre la mesa los reaccionarios del mundo para demostrar quién sabe qué.
Los niños peladitos que Gabriel Díaz fotografió, esas generaciones que siguen naciendo peladas después del desastre de Chernóbil, no ya por la radiación esparcida por la central nuclear estallada sino por el estrés de las madres que tuvieron que dejar su vida de un momento a otro, parecen un poco esas palas. Niños de la nieve, del frío, del blanco y del gris, llevados al país de los colores y el sol a tomar vitamina D y recuperarse.
Sin embargo las fotos no muestran ni el sol, ni la playa, ni los colores. Niños bajo una lámpara, niños con sus cabezas de pelos ralos. Niños sentados en una silla. Sillas donde todavía no se han sentado los niños. En consultorios precarios, habitaciones tristes, ventanas que apenas dejan entrar ese sol que debe estar estallando en las calles de Cuba.
Deben haberse divertido mucho los niños en el mar, con los piecitos en la arena, con la ropa bailando al son de una brisa caribeña. Han de haberse reído frente a esos elementos de la naturaleza tan exóticos para quienes vienen del frío mortal de una Europa llena de desgracias.
Pero no hay nada de eso en las fotos. Ni sol, ni agua salpicando la piel traslúcida de los niños, ni colores, ni risas, ni juegos.
Sin embargo todo eso está. El sol está en la necesidad de sol. La risa está en las calladas bocas en las que falta. La arena en la demora que supone el tratamiento en esos cuartos oscuros. Los juegos en la quietud de los cuerpos en las sillas, en la cama, en el piso, en la mirada fija hacia la ventana. Como la verdad puede sólo adivinarse en la mentira flagrante, la infancia se siente en esa obediencia contrahecha, ese estarse quietecito sin ningún adulto que garantice el cumplimiento de la consigna.
Los niños están solos. Solos de su género inclusive. No se sabe muy bien si son niños o niñas. Son delgados y peladitos y tienen una edad incierta. Tienen la soledad de los que están lejos, pero la soledad de los que están juntos. En las fotos no hay nunca más de uno, pero el conjunto nos muestra que hay muchos. Y en esa soledad comunitaria también se ve lo que no se muestra: Cuba. Una revolución que supo como pocos lugares en el mundo construir repúblicas de los niños. Guarderías para guerrilleros en busca de su revolución. Centros de Pioneros donde los hijos de los cubanos haciendo su pequeña patria infantil. Sanatorios para reponerse de los desastres nucleares de los adultos. La solidaridad legendaria de los comunistas y el lema del peronismo: entre todos y los niños primero. Toda una política encarnada en el cuerpo de los niños que exhiben en sus pieles, sus cabellos pocos, de lo que es capaz el ser humano en su afán por superarse: explotar una bomba sin querer, recoger a los más débiles y curar los estragos del desastre.
Nos queda una pregunta, que será por supuesto, la que quede sin responder: ¿De quién es el ojo que elije mostrar en lo que falta? El lado triste, desolado, desamparado existe en todas las cosas. Incluso en las gestas populares, en las fiestas, en la naturaleza que revienta de belleza. En la alegría de los niños, en los besos de los enamorados, en la epifanía de los partos. Y eso es casi hasta fácil de ver. Como en el brindis de fin de año es fácil pasar de las felicitaciones a la cuenta de los que no llegaron a esa fiesta. No es tan fácil ver la felicidad, la alegría, la algarabía en las imágenes de la intemperie. Y es en esa elección donde hay que buscar la mirada del fotógrafo y en la mirada al artista. El arte ha de ser muchas cosas y distintas según quién lo explique. Pero seguro que es también una relación con la muerte. Una búsqueda desesperada y llena de incertidumbre por hacer presente lo ausente, por traer al más acá lo que se quedó irremediablemente caído en más allá. Es en esa ausencia-presencia donde podemos entrever el cuerpo del hombre detrás de la imagen que capturó el ojo. Porque hay alegría en la tristeza de estas fotos. Y hay tristeza en la tristeza de estas fotos. En la falta y en lo que hay, se enredan las fibras del músculo del arte. Un músculo que se tensa para dar de sí el golpe que nos debe. Tomemos sol en el frío radioactivo de Chernóbil. Abriguémonos mucho en la brisa acaramelada de la Cuba solidaria. Disfrutemos del insomnio al son de la canción de cuna que nos canta el silencio en el que falta la risa de los niños. Carguemos con alegría el peso del mundo sobre nuestros hombros cansados. Y sostengamos nuestro paso lento en la belleza, que es lo único que podrá hacernos más liviano el dolor.
Raquel Robles, 2018